Sombras en la Noche Buena
Las campanas de la iglesia repicaron por última vez, resonando con un eco profundo entre las callejuelas del pueblo. La niebla densa y casi tangible, envolvía todo, desde las luces del árbol navideño leonés hasta las sombras que se deslizaban lentamente entre los feligreses que abandonaban la misa del gallo.
Salida del la misa del Gallo
Junto al árbol navideño, entre las luces que proyectaban reflejos irregulares, distinguió una figura inmóvil que de alguna manera la inquietó: la sombra de un hombre. Era imposible ver su rostro, pero su presencia era inconfundible, opresiva. Fingiendo no haberlo notado, cruzó el arco y aceleró el paso internándose en el pasadizo que lleva al convento.
El callejón del convento
El eco de sus propios pasos se mezclaba con el crujido de las hojas bajo sus botas. A un lado, la tapia de los huertos del convento se extendía como un muro interminable; al otro, la fachada oscura del edificio se alzaba imponente. La niebla se acumulaba allí con mayor densidad, silenciando el mundo a su alrededor.
Entonces lo escuchó. Un sonido apenas perceptible: pasos rápidos, siguiendo los suyos. El frío de la noche se le clavó en la espalda. Se giró con rapidez, su aliento formó una nube frente a su rostro. Bajo la tenue luz de la única farola que iluminaba el sendero, vio la misma silueta. El hombre del árbol.
El corazón le latía con fuerza mientras continuaba caminando, sus pasos ahora eran rápidos. La farola proyectaba su sombra larga y vacilante frente a ella, pero a su espalda la figura parecía moverse con el mismo ritmo calculado, siempre manteniendo la misma distancia.
Efímera seguridad en el puente
La salida del callejón la llevó directamente hacia el río. El agua oscura y oculta bajo la niebla, se movía con una calma inquietante. El puente de hierro era el único camino hacia el otro lado, y las luces a lo largo de él ofrecían un respiro de claridad entre las sombras que la habían seguido toda la noche.
Fue entonces cuando escuchó algo diferente: el roce de ruedas en el asfalto. Una figura apareció en la distancia, un ciclista que avanzaba lentamente por el puente. Su presencia le dio un instante de alivio, una sensación de compañía que rompía el aislamiento que había sentido hasta entonces.
El ciclista pasó junto a ella con un leve asentimiento y un destello de su linterna en el manillar. Pero, tan rápido como había llegado, se desvaneció entre la niebla, dejando tras de sí tan solo el sonido del rio.
Ahora, sola de nuevo, notó que el aire parecía más pesado. Las luces del puente parpadeaban con una intermitencia que no había notado antes, y aunque no se atrevía a mirar hacia atrás, podía sentir la misma presencia que la había seguido desde la iglesia.
La silueta de su hogar
Al descender del puente, las siluetas de las casas cercanas comenzaron a materializarse entre la niebla. Allí, en la distancia, su hogar emergía como una silueta borrosa, pero inconfundible. El simple hecho de verlo calmó el temblor en sus manos.
El camino que la separaba de su casa estaba envuelto en un silencio extraño, apenas roto por el lejano murmullo del río. Su aliento formaba nubes pequeñas y rápidas mientras se apresuraba hacia la puerta. No se giró ni una sola vez, porque sabía que la figura seguía allí, a la misma distancia, como una sombra eterna que no necesitaba ni correr ni acercarse para hacerse sentir.
Al llegar al umbral, tomó aire profundamente y buscó sus llaves con manos temblorosas. Al cruzar el marco de la puerta y cerrarla tras de sí, la calidez del interior la envolvió al instante. Desde la ventana, miró hacia el camino por donde había llegado. Solo había niebla.